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La tecnología digital está reemplazando a los cementerios como espacio de conmemoración, pero la esencia es la misma.
Las Fiestas, nosotros y nuestros muertos (Héctor Gambini - Clarín)
En su libro El año del pensamiento mágico, la periodista y escritora estadounidense Joan Didion exploraba el duelo personal tras la repentina muerte de su esposo.
El texto disparaba preguntas ancestrales: ¿Dónde está ahora la esencia de las personas que dejamos de ver? ¿Recordarlas es vivirlas? ¿No somos recuerdos -permanentes imágenes de representación mental- unos de otros, aún cuando estamos vivos? ¿Qué parte de los otros somos nosotros?
Didion fue una periodista aguda y una escritora prolífica, pero sus reflexiones acerca de la muerte y de qué hacemos los vivos con la omnipresencia de nuestros muertos la llevaron a obtener el Pulitzer.
El libro de Didion acaba de cumplir 20 años, que es más o menos la edad de FaceBook y YouTube, aunque la explosión de las redes sociales a escala planetaria ocurriría un poco más tarde.
FaceBook fue, precisamente, el primero en inventar tumbas virtuales, partiendo de una premisa bien práctica: en 2013, 30 millones de sus usuarios ya habían muerto.
La red creó entonces “cuentas conmemorativas” para que familiares y amigos de los fallecidos pudieran recordarlos en el mismo sitio donde ellos posteaban sus ideas, sus viajes, sus logros, sus fotos. Su vida.
Una cuenta puede ser una tumba para visitar sin caminatas ni horarios. El sitio sagrado que el difunto habitó. Su museo.
Ahora, el usuario designa un “contacto de legado”, alguien autorizado a administrar su cuenta cuando muera. Un heredero de la imagen pública. El testamento de los likes.
Lo mismo hace Instagram. La cuenta de Carlos pasa a ser, cuando la empresa se notifica de su muerte, En memoria de Carlos.
También, diversos sitios del mundo reproducen sus tumbas físicas en la web, como ahora lo hace la AMIA en Buenos Aires para sus cuatro cementerios judíos.
Un lugar de encuentro virtual, donde son posibles desde un reclamo administrativo sobre la tumba física hasta el espacio de reflexión sin más traslado que el espiritual.
En el consuelo digital, un clic es una piedra judía o una flor cristiana sin marchitar.
El espacio virtual acompaña, además del sentimiento, esa marcada tendencia social que, como el libro de Didion, también lleva un par de décadas: el obstinado abandono de los cementerios como espacio exclusivo de conmemoración de una vida acabada.
Hay una tendencia mundial, acaso irreversible, a menos tumbas y más cenizas que vuelan hacia el mar, el campo, la playa, la cancha de fútbol, el río o la montaña, por aquello de volver al origen.
Polvo cósmico.
Llevará al interés por los cementerios tradicionales a una extinción inevitable, o a reinventarlos -como ya sucede- en sitios de curiosidad turística, arquitectónica o arqueológica.
Plataformas como HereAfter o StoryFile ya usan inteligencia artificial para crear chatbots y avatares digitales que simulan hablar con personas fallecidas, replicando su imagen y su voz originales a partir de grabaciones y videos previamente recopilados.
Los thanabots -Thanatos era la muerte en la mitología griega- van a sentarnos en cualquier momento frente a nuestros muertos, cara a cara, en una videollamada por WhatsApp.
Con o sin wifi, siempre seremos nosotros extrañando a los que queremos y nos hacen falta, arrastrados por el imán del corazón.
Por eso aún miramos al cielo, con los ojos húmedos, en estos días en que nos sentamos a esperar las doce.
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