
En los
bordes de los restos del asfalto ‘carcomido’ alcanza a distinguirse que la
prolongación del suelo conduce a lo que debería ser la banquina, inexistente.
Si se
tuviera una falla mecánica en el vehículo, quedarse es resignarse a esperar un
auxilio para cuando aclare. Tampoco hay señal de telefonía móvil, por lo que el
pedido de rescate en medio del monte es un desafío comunicacional comparable a
establecer contacto con los extraterrestres.
Ni
imaginar que pudiera haber carteles de señalización, mucho menos de velocidad
permitida, y si hubiere, es lo mismo, porque inevitablemente se transita ‘a
paso de hombre’.
La aguja del velocímetro se inclina
descendente desde la marca 90, a 60, a 40, hasta 20. Una vez que se atraviesa el
pozo, el hoyo, el cráter, se intenta acelerar la marcha, pero tal propósito dura
un suspiro.
A tal
extremo llega el andar desparejo que estando frente a un pozo, no hay
alternativa que… dar marcha atrás. Lo que alguna vez a uno le contaron, lo vive
en carne propia. Palanca de cambio en mano, hay que maniobrar para retroceder.
Después,
volver a empezar. La tensión es estresante. Impotencia, bronca, angustia, son
las sensaciones recurrentes que invaden al volante.
Qué
hacer ante tantas complicaciones con la incertidumbre hostigando. Volver,
regresar al punto de partida, seguir, mantener la calma. Los pensamientos
acucian.
La
vivencia de cruzar el Parque ‘Pereyra Iraola’ en la oscuridad de la noche es un
fantasma que aparece en el horizonte invisible.
No hay luces alrededor, sólo tupida vegetación y un color predominante: el negro, del cielo, del terreno, del agua embarrada.
El tiempo no pasa, como tampoco la cantidad de kilómetros. Falta mucho camino por recorrer, para llegar a destino, lo que se concretará casi cuando amanezca, lo que no es poco. Estamos vivos.