La última vez que pasé -el domingo anterior- por el lugar, la puerta estaba cerrada; este miércoles, me llamó la atención que estuviera abierta, por lo que, regresé tras recorrer aproximadamente 50 metros. Dejé mi bicicleta recostada sobre la cuneta de entrada. Crucé el portón de madera, que también lo habían desenganchado del poste que sostiene el alambrado del frente. Ya tenía en mente documentar, a modo de reportaje gráfico, desde el ingreso hasta el interior. Cuando atravesé la puerta principal, me percaté de que la vestimenta deportiva no era la adecuada para circular por el salón cuyo silencio era sepulcral. Más aún resultaba inapropiada la indumentaria, por ser un día de temperatura cálida en la estación del invierno. El pantalón corto me avergonzó por un instante ante el respetuoso escenario, que más se asemejaba a los velorios de antes que al dedicado acompañamiento del hombre y la mujer que sentados, miraban a lo lejos, hacia el exterior infinito del monte.
El buenas tardes, permiso, conllevó la pregunta, «hay misa?»; «no, estamos esperando para llevarla» fue la respuesta de la señora que vestía un pantalón rojo y una blusa «tono obispo», que si mal no recuerdo, era uno de los que más le gustaba a mi mamá. En el correlato de retroceder en el tiempo, mi madre decía que admiraba la fe que tenía mi abuela Eva. Seguramente la misma creencia religiosa tienen los dos vecinos predispuestos al compromiso asumido para ese día. Es que al mismo tiempo en que me dijeron que no había misa sino que estaban esperando para llevarla, me contaron que se disponían a trasladar la imágenes de las vírgenes hacia Federal, para estar presentes en la Fiesta Patronal de Santa Rosa de Lima, a celebrarse el próximo martes 30 de agosto.
Las imágenes de las vírgenes estaban rodeadas de arreglos florales, con esas flores de plástico que no son de mi agrado, como siempre le digo a una de mis hermanas, en la previa a comprar un ramo de rosas o claveles para colocar en los floreros del panteón de nuestros padres.
Estas flores artificiales, no tienen pimpollo, capullo, pero sí un color azul radiante, que si no estoy daltónico son un símil de tono turquesa.
Las pequeñas esculturas de las inmaculadas están posadas sobre pedestales de madera que se parecen a camillas; la modesta infraestructura de transporte coincide con la sencillez del templo. Del último banco al altar sólo hay que caminar unos 7 metros, la misma cantidad de floreros que están al pie del lienzo de lino que cubre la mesa del sagrario, que se completa con un atril de madera, una silla plástica, dos banderas, una cruz sobre la pared, y la estatua de la Virgen Inmaculada Concepción de María que predomina sobre la representación de Cristo en la cruz dispuesta sobre la mesa consagrada.
Una luz resplandeciente ilumina el sagrario; son los rayos cobijantes de la cálida tarde de invierno.
En la despedida, me fui sin saber que volvería por el mismo camino unos minutos después, tras llegar a la plazoleta ‘Carlos Schaffer’ -centro neurálgico del paraje Las Delicias-, y regresar sin recorrido programado.
Cuando estaba cruzando por la capillita, direccionaba para estacionar una camioneta de color rojo, como la gama del pantalón de la señora con anteojos que esperaba en la entrada de la sala de rezo. Supuse que era el transporte designado para quien estaban «esperando para llevarla».
Los dos vecinos del paraje que dedicaron la tarde para acompañar a su Patrona, se movilizaron para trasladar las imágenes sagradas.
Fue ahí donde se sumó al momento de mudanza momentánea, el perro del barrio, que saltaba al costado del baúl descubierto de la camioneta como si quisiera también ser llevado.
El único feligrés entre las ahora tres mujeres que acompañaron el traslado, apresuró su paso para encargarse de cerrar la puerta de la capilla y el portón de ingreso al predio.
El vecino más famoso del paraje Las Delicias fue Carlos Schaffer, fundador del 'Centro Misional Las Delicias'; su legado está siendo fielmente representado por los mensajeros de Dios.
